Mala fé

Publicado el

Nada como la persistencia del oscurantismo para mantener despierto y alerta el espíritu ilustrado. El mejor antídoto contra la frivolidad posmoderna es el acoso continuo que sufren los mejores logros de la modernidad. Dicen que cuando le preguntaron a Gandhi qué opinaba de la civilización occidental se quedó pensando y contestó: “Que sería una gran idea”. Lo que creíamos superado o resuelto está o pendiente de un hilo o todavía por hacer. Un amigo al que sus viajes profesionales por el mundo le han dejado un archivo de toda clase de historias me contó que hace unos años, en Arabia Saudí, asistió con horror a la lapidación de una mujer acusada de adulterio. La habían enterrado hasta la cintura, tapándole también las manos para que no pudiera cubrirse la cara. El organismo oficial correspondiente había suministrado la cantidad de piedras necesaria para la ejecución. El derecho a lapidar a una mujer lo reserva la ley islámica exclusivamente a las casadas. Los pensadores más sofisticados certificaban con desdén el anacronismo de las antiguas causas progresistas —los derechos civiles, la igualdad de las personas— en nombre de las identidades colectivas, y desmentían con los dogmas del relativismo cultural la universalidad de los valores ilustrados. Más sagrada que la soberanía personal sería la pertenencia a una cultura originaria, aun en el caso en que ésta incluyera el sometimiento y hasta la mutilación. En un acceso de fervor multicultural, el arzobispo de Canterbury sugirió hace no muchos años la conveniencia de que a los musulmanes británicos se les permitiera regirse por la sharía. Lapidar a una mujer adúltera, cortarle una mano a un ladrón, al fin y al cabo, son costumbres muy arraigadas, dotadas de ese prestigio de lo autóctono y lo milenario que tanto seduce a personas criadas y educadas con todas las comodidades de la vida moderna, con todas las ventajas de la sociedad abierta y de la tecnología.

[…]

Seguir leyendo en EL PAÍS (31/10/2015)